miércoles, 20 de mayo de 2009

De los personajes

  Hay cierta teoría muy difundida el siglo pasado acerca de la narrativa que denomina a los personajes como "actantes". Para fines prácticos, es bastante útil porque se trata de una estructura cerrada y sin fisuras. Es una suerte de fórmula: APLÍQUESE ESQUEMA PROTAGONISTA-OPOSITOR-AYUDANTE-OBJETO Y LE SALDRÁ UN RELATO REDONDITO.
  Pero, como eso ya lo saben hacer, pasemos a otra cosa. Los relatos más interesantes suelen ser un poco más dinámicos, más ambiguos.
  En relación al tipo de narrador elegido, ya sea en 1ª o 3ª personas gramaticales, podemos ir organizando los personajes.
  No es lo mismo un narrador protagonista, la manera en que se va a relacionar con el resto de los personajes, que un testigo o un omnisciente que mandará sobre la vida de los personajes como un todopoderoso sin ser personaje él.
  En general, lo primero que se tiene que tener en cuenta es el tipo de relaciones (parentesco, amistad, enemistad, laboral, etc.) que se van a establecer entre los personajes, siempre en torno a la figura central o figuras centrales, el/los protagonista/s.
  Una vez hecha esta elección, hay que proceder a la caracterización de los mismos.
  En la caracterización, el tipo de narrador, juega un papel primordial. Hay narradores que tienen ventajas sobre otros. Por ejemplo, un narrador omnisciente puede detenerse a describir detalles sobre el protagonista del relato y sobre todos los personajes todo lo que quiera, algo que no puede hacer el narrador protagonista. Este narrador, en cambio,  se caracteriza a sí mismo a partir de su propia voz y de las interacciones verbales con otros personajes; a su vez, puede caracterizar su mundo mental de un amanera única a partir de monólogos interiores. El testigo no goza tanto de estas ventajas pero tiene otra muy particular, puede emitir tranquilamente juicios de valor acerca de la forma de ser y de actuar de los personajes (ésto lo comparte con el protagonista) y también puede extenderse en las descripciones (ésto lo comparte con el omnisciente), la diferencia radica en la subjetividad y la limitación de conocimientos del testigo, además de la implicatura que tenga en los hechos, lo que lo hace totalmente parcial y dota de otros condimentos la caracterización de los personajes. Recuerden que se trata del narrador chusma.
  Ahora bien, ya sabemos cómo se relacionan los personajes y más o menos cómo es cada uno, o lo que queremos decir de cada uno; entonces, es menester dotarlos de algún nombre para identificarlos. Hay escritores que ponen mucha atención en los nombres que eligen para sus personajes, suelen estar asociados a algún tipo de connotación semántica o histórica. No es necesario tanto rompedero de cabeza, lo que sí es necesario es que tengan algún nombre para saber de quién se habla y cuándo y cómo, etc. Recuerdo el caso de Si una noche de invierno un viajero... de Ítalo Calvino, novela en la cual los personajes principales se llamaban Lector y Lectora, nada más. Dentro de lo posible, traten de no usar el nombre Laura (es un nombre hermoso, no tengo nada en contra de él) porque se ha usado tanto a lo largo de todo el conjunto de la literatura occidental que ya está como desgastado y puede llevarlos a cualquier lugar: a un lugar vaciado de significado por el abuso del uso o vaya uno a saber a qué territorio de escritura incierto que no tiene nada que ver con el personaje que querían pintar.
  Ahora sí, viene lo mejor o lo peor, depende de cómo se mire. Éstos seres ficticios, una vez así construidos, empiezan su andamiaje por el mundo textual y no los para nadie. De a poco van cobrando autonomía y no hay ni ley ni norma ni narrador omnisciente capaz de sujetarlos. Pues bien, amigos, resistan. No los ahoguen, déjenlos crecer como a hijos, con el amor y la emoción que produce el verlos salir al mundo por sí solos y con la perplejidad y la angustia que produce el verlos salir al mundo solos. Denles letra como el padre que le da dinero a su hijo/a adolescente para salir a bailar.
  Hay algunos personajes que son dóciles, apegados a sus autores y no dan mucho trabajo. Pero hay otros que son unos rebeldes por naturaleza, están inmersos en una suerte de adolescencia crónica que los hace renegar de toda la narración que les toca. 
  Recuerdo un caso extremo, el de Niebla de Unamuno. En la nivola, el protagonista, Augusto, fantaseaba con suicidarse pero este no era el designio de su autor. A lo que Augusto, disgustado, decidió ir a visitar a Unamuno y se plantea una discusión tremenda, cuyo punto álgido es el que sigue:
  "(Augusto) -E insisto -añadió- en que, aun concedido que usted me haya dado el ser, y un ser ficticio, no puede usted, así como así y porque sí, porque le dé la real gana, como dice, impedirme que me suicide.
  (Unamuno) -¡Bueno, basta!-exclamé, dando un puñetazo en la camilla-. ¡Cállate! ¡no quiero oír más impertinencias!... ¡Y de una criatura mía! Y como ya me tienes harto, y además no sé ya qué hacer de ti, decido ahora mismo, no ya que no te suicides, sino matarte yo. ¡Vas a morir, pues, pero pronto! ¡muy pronto!"
  ¿Creerán ustedes que con esta escena, Unamuno recuperó su autoridad? No. De ninguna manera. En ese mismo instante la discusión se siguió y, Augusto, empezó a clamar por su vida, hasta llegó a suplicar. No sin antes intentar dar vuelta la cosa y plantearle a Unamuno que tal vez él era el ente de ficción.
  Augusto murió. No les voy a decir cómo ni si alguno ganó en la contienda. Leanla.
  Lo que sí les puedo decir es que no es bueno llegar a esos extremos. El libre albedrío de los personajes se presenta tarde o temprano. Y, como si se tratase de un juego de ajedrez autómata, podemos sacudir de vez en cuando un poco el tablero a la mejor manera teológica pero debemos dejar que las piezas jueguen solas.